Esto que publico no es un artículo ni una entrada de recursos para periodistas. No podría ser imparcial en lo que explicaré, puesto que no solo he sido observador sino que también protagonista y cómplice. Pero aún puedo ser honesto y transparente y confesar mi falta de honradez y los fallos del sistema de votación en España.
El pasado 26 de junio fui presidente de una mesa en Barcelona durante la celebración de las elecciones generales y, como tal, asumo la responsabilidad de las decisiones que tomé: manipulé los resultados, muy poco, pero lo hice. En el recuento del Congreso sobraba un voto, así que eliminé una papeleta nula. En el escrutinio del Senado faltaba otro, así que añadí un sufragio nulo. Todos los presentes en la mesa –vocales, apoderados y un funcionario del estado- tuvieron conocimiento de ello, pero la responsabilidad de la transgresión es solo mía. Decidí yo.
No crean que en el instante de hacerlo –porque se trató de un segundo- me asaltaron escrúpulos éticos o morales. Los quebraderos por mi actitud me han sobrevenido después, cuando el cansancio ya no me doblegaba y he podido reflexionar con la cabeza más serena y fría. No me planteé nada en ese momento, a lo sumo que era un solo voto nulo que no afectaría en nada al recuento total (pero no puedo asegurar que reflexionara de tal modo a esas horas). Sin embargo, no es así, estaba equivocado. Sí afecta.
Al añadir o quitar un voto nulo, puede ser que ocultara o agregara un voto válido, sin saber, eso sí, de qué partido. Y recalco “puede ser” porque con distancia caigo en la cuenta de que también podría ser que no. Me explico. Los errores en el escrutinio los pueden provocar un mal recuento de las papeletas, una suma o enumeración errónea de las personas que votaron (apuntadas todas ellas en la “Lista numerada de votaciones”) o por señalar mal en esa misma lista si el ciudadano vota al Congreso y al Senado o solo a uno de ellos. También puede ocurrir que se extravíe algún sufragio, aunque ignoro cómo.
Si se da el tercer supuesto –una señalización errónea del voto al Congreso y Senado-, no habrá manera de estar seguro, a posteriori, en el escrutinio, de qué ha ocurrido. Y este es un desliz que puede acaecer con mucha probabilidad. Casi todo el mundo vota a las dos cámaras, pero algunos solo al Congreso. Es fácil que por rutina en algún momento se marquen ambas, cuando el ciudadano solo haya sufragado en una de las dos, por lo general, en el Congreso. Por eso, en casos como este, el desliz, en realidad, no es tal y no modifica nada. Mandan las papeletas. Pero, de todas formas, no hay manera de saber a qué se debe el error a ciencia cierta.
Los errores se pueden detectar con seguridad en el recuento o en la numeración y sumas de las listas. En mi caso, repasamos la suma y numeración de la lista de votantes, pero no me planteé recontar los votos del Congreso. Para el Senado, repasamos la suma. Descubrimos tres fallos en la numeración de la lista (tres números que se repetían) que explicaban tres votos que faltaban en el Congreso, pero quedaba un voto huidizo, que es por el que decidí eliminar uno de los votos nulos contados. La responsabilidad es mía y el daño ya está hecho. Pero creo también que la responsabilidad, más allá de la mesa, se extiende a las altas esferas.
Me consta que otros tuvieron problemas similares o idénticos. De cinco experiencias más –incluida la que explica Christian Avilés y que se ha hecho viral en Facebook-, en cuatro, a los miembros de la mesa no les cuadraron los resultados. Los apoderados de los partidos conocen estos desfases. Por lo menos en mi caso. Y si a mí me ocurrió esto, es muy probable que haya acontecido en otras mesas a lo largo y ancho de la geografía española.
¿Modifican estos errores el recuento de votos a nivel estatal y en cada circunscripción? Sí, claro. ¿Baila por esto algún escaño? Sospecho que es improbable: estableciendo de media un voto nulo de más o de menos en la mitad de mesas electorales, por ejemplo, tendría que darse la enorme casualidad que este voto nulo condicionara a un mismo partido en todas las mesas y que ese partido compitiera de forma muy ajustada por un diputado con otro partido rival. Pero que sea “improbable” no significa que alguna vez desde las elecciones de 1977 no haya ocurrido. Además, manipulé el entuerto con un voto nulo por cámara, pero también se puede hacer con otras artimañas más perjudiciales.
Al tener conocimiento de estos tejemanejes los apoderados –y considerarlos normales, porque incluso sugieren el modo-, los partidos, la Junta Electoral y los gobiernos deben estar al tanto de los mismos. Es más, si en este primer nivel se consuman estas infracciones, también se podrían cometer otras en niveles superiores de recuento. Pero sobre este punto no puedo elucubrar. Lo seguro es que en el escrutinio sí se cometen y que las altas esferas lo saben desde hace tiempo. Si no actúan para resolverlo, es porque lo consideran una insignificancia o porque a algunos no les interesa solucionarlo.
Está claro también que habrá un montón de mesas a las que les cuadró todo. O bien, a la primera. O bien, el presidente o alguno de los vocales tuvieron la serenidad mental, la fortaleza física y la resistencia ante la fatiga como para mantenerse firmes tras más de 14 o 15 horas al pie del cañón. (El escrutinio arranca unas doce horas y media o trece después del incio de todo el proceso electoral). Recordemos, sin embargo, que todavía puede darse el caso de que, por más veces que se recuenten las papeletas, los resultados no casen porque durante la votación alguna «X» en el Congreso o en el Senado se ha marcado de forma incorrecta. En estos casos, a la postre el presidente tendrá que decidir.
¿Cómo evitar estos problemas en el futuro?
Y ahora desde la calma que me ofrece la distancia pienso que podría haber evitado este trago de una forma sencilla. En el acta de sesiones, documento donde anoté los resultados electorales y que entregué en la Ciudad de la Justicia de Barcelona cerca de la una de la mañana, existe un apartado para las incidencias. Es en ese apartado y en ese momento en el que sin ningún rubor y con todas las de la ley debí denunciar que no cuadraban los resultados. Pero no lo hice. Porque ni se me ocurrió. Como por flaqueza de ánimo y cansancio físico ni me impuse siquiera examinar por segunda vez los votos.
A los gobiernos se les debería haber ocurrido esta idea hace tiempo y haberla plasmado en el “Manual para los miembros de las Mesas Electorales” que se debe leer antes del día de los comicios. Es ahí donde tendría que indicarse no solo que los sobres han de coincidir con el número de votantes registrados, sino qué hacer cuando esto no ocurre –porque ellos son conscientes de que el error sucede-. Y los miembros de la mesa no nos empleamos en esto todos los días. Falta experiencia.
¿Cómo esperar, además, que el recuento sea siempre fiel cuando la jornada empieza a las ocho de la mañana y acaba –en mi caso- 17 horas después? Las primeras horas estás en buena forma, pero sobre las seis o siete de la tarde el cansancio ya asoma y aún quedan un par de horas de votación y el recuento, que se prolonga hasta cerca de las doce de la noche o más. ¿No sería más seguro montar dos turnos? Uno hasta media tarde y otro hasta el final. Mejor aún, ¿para cuándo el voto electrónico o por internet?
He contribuido a modificar los resultados electorales de esta legislatura –lo siento y pido disculpas por ello-, pero dudo mucho que a modificar el reparto de escaños. Espero que esta confesión sirva para mejorar el sistema de votaciones. Añado que nada de lo explicado aquí ha contribuido al triunfo del partido de Rajoy. [Aprovecho para discrepar con algunas opiniones que me han llegado, según las cuales ha habido pucherazo o amaño electoral. ¿Podría ser que alguien haya manipulado de forma descarada resultados? Sí, pero lo dudo mucho, se tendría que demostrar: el PP ha ganado las elecciones y punto. ¿O es que los populares no han arrebatado por dos veces el Poder Ejecutivo a los socialistas estando estos últimos en el gobierno?]
A toda esta historia –que agradezco que hayáis leído- se suma el agravante de que, aunque esté en paro y hace mucho tiempo que no ejerza, me considero periodista, oficio que debe velar por los intereses de la comunidad y que debe regirse por la honestidad, la honradez, el compromiso y la lealtad, entre otros valores. También me he defraudado a mí mismo. Pero desde otra perspectiva, que haya cometido el fallo me ha servido para experimentar con qué facilidad se transgreden normas cívico-éticas y, a la vez, para estar más alerta y en guardia en futuras ocasiones. Supongo que aún albergo un poso cristiano que me obliga a la confesión y a la penitencia para poder perdonarme a mí mismo, aunque la sociedad o el Estado no lo hagan.
Quizás sea exagerada (o no) toda esta confesión y denuncia –ya dije al principio que no podía ser imparcial-, pero sí me reafirmo en que debería haber mejoras en el sistema de votación y escrutinio. Haberme autocensurado esta historia por miedo a confesar ante el público mis faltas en el recuento, por miedo a la deshonra, habría sumado desdicha a mi persona, a la vez que habría socavado aún más los valores por los que se rige mi profesión. Y aunque no trabaje de periodista, justo por esos ideales y valores respeto y amo a mi oficio. ¿Con qué autoridad, si no, iba a denunciar yo otra injusticia?
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